En un remoto pasado, el principal enemigo del hombre era la naturaleza. Probablemente una de las razones evolutivas que dió lugar a la sociabilidad humana tuvo que ver con esa lucha contra la naturaleza para sobrevivir. Algunos descubrimientos, como el fuego y las técnicas de caza en común, y por supuesto el lenguaje, contribuyeron a potenciar esa sociabilidad, como forma mas efectiva de hacer frente a esa naturaleza. Tecnología, lenguaje y sociabilidad humana son pues elementos básicos que interactuando entre si han determinado la evolución humana hasta nuestros días, permitiendo al hombre un cierto control y dominio sobre la naturaleza; su principal enemigo con el cual, paradójicamente, estaba condenado a entenderse, al constituir a la vez el medio, en el que, inexorablemente debía desenvolverse . La escasez de población humana sobre los vastos espacios del planeta; su primitiva organización social en hordas promiscuas; su reducida movilidad, a pesar del inicial nomadismo, ( no existía la domesticación de animales ni el invento de la rueda ) y la abundancia de espacio y alimentos, en relación a dicha población permitía vivir al día, no haciendo necesaria, ni conveniente, la acumulación de alimentos y medios para obtenerlos; limitando la competencia entre los humanos por el control del medio natural, y haciendo que las actitudes de cooperación y la cultura de compartir, superase a la competencia y la cultura de la apropiación. La cosa cambia con la revolución neolítica. Con la aparición de la agricultura y la domesticación de animales, el hombre comienza a convertirse predominantemente en animal territorial. La población aumenta, se hace sedentaria, y aparecen los excedentes de producción, la acumulación de los mismos, el reconocimiento de la propiedad privada de la tierra y sus productos y el intercambio de todo ello, convertido mas tarde en comercio con la aparición del dinero como medio de pago. Dicho cambio radical en el modo de vida, que constituye la base sobre la que se asienta el proceso que conduce a lo que hoy llamamos Civilización y que culmina con la aparición de la escritura y de las ciudadades , con todo lo que ello implica, provoca también un cambio radical en la estructura social, que se hace mas compleja, con la aparición de clases sociales. Y todo ello conlleva, asimismo, un cambio, también radical, en las relaciones entre los humanos que, desde entonces se vuelven mas competitivas y egoístas, tanto dentro como fuera del grupo, dando lugar a la aparición de las guerras y esclavitud y la aparición del poder político territorial, para la defensa del orden interno del grupo y del territorio en que se asienta. De la Rousseauniana bondad del hombre en su estado de Naturaleza, se pasa así a la maldad Hobbesiana del hombre convertido en lobo para el hombre. Y como forma de superar dicha situación, surge la idea del Contrato Social en la que los hombres ceden parte de su libertad individual a un ente superior, que garantice que la razón y el deseo de paz prevalezca sobre los intereses individuales, dando solución así, de forma pacífica, a los distintos conflictos de intereses. Llegados a este punto, cuando los “okupas” delinquen usurpando un inmueble contra la voluntad del propietario, este , lejos de emplear la fuerza para lograr el desalojo inmediato, por sus propios medios, tiene que acudir al Estado, en quien la sociedad civil ha delegado el monopolio legitimo de la violencia, para que, mediante sus órganos competentes y a través de los procedimientos legalmente establecidos procedan a su restitución y consecuentemente a la restauración del orden jurídico perturbado.
Este “Contrato social” obliga al Estado a ejercer sus competencias, que administra en régimen de monopolio, con rapidez y eficacia; Sin embargo, como suele ocurrir con los monopolios, muchas veces el Estado incumple esta obligación o bien la cumple de manera deficiente o tardía, dejando a las víctimas en situación de indefensión; cosa que ocurre en la mayoría de los casos de ocupación ilegal de inmuebles.
De esta forma, imposibilitado el propietario para recuperar, por si mismo, su propiedad, se encuentra que quien debía defenderle de su agresor parece haberse convertido temporalmente en aliado de éste, administrando los tiempos, al margen de los intereses de la víctima despojada, quien sin poder hacer frente a su directo agresor, sin transgredir la Ley, tiene que dirigir sus esfuerzos contra un nuevo enemigo adicional : La morosidad de nuestra saturada Justicia.
¿ Alguien puede creerse que, en pleno siglo XXI para efectuar el reparto de una denuncia penal al órgano judicial a quien corresponda la instrucción de la causa, sea necesario esperar casi 45 días? . ¿ Alguien se imagina un servicio de correos haciendo su reparto con semejante parsimonia, en tiempos de paz ? . Ni siquiera en los belicosos tiempos del legendario Philiphides, si hemos de creer a Herodoto; y mucho menos en los de las míticas “Wells Fargo” o “Pony Express” en el indómito Far West.
Pues bien, algunos a esto lo llaman “progreso” .
Si realmente estuviéramos ante un contrato, la consecuencia inmediata sería la obligación de indemnizar a la víctima por los daños y perjuicios ocasionados por el incumplimiento de la obligaciones establecidas en el mismo o por su defectuoso o moroso cumplimiento de las mismas.
Ocurre, sin embargo, que el mal funcionamiento del Servicio Público de la Justicia, no se rige por las normas de carácter civil o mercantil que regulan los contratos privados, sino por normas de carácter público, mucho mas restrictivas a la hora de reconocer las responsabilidades derivadas de dicho mal funcionamiento; lo que constituye una importante barrera para las víctimas ante cualquier reclamación.
Así, lo mismo que ocurre con muchos otros delitos, la víctima de un delito de usurpación ( así se denomina en nuestro Código Penal a la ocupación ilegal de inmuebles ) se encuentra muchas veces con que tiene que luchar en dos frentes : Contra el usurpador, y contra el monopolizador de los medios para su desalojo forzoso.
Que fácil resulta ser víctima y que duro defenderse de tal condición.
Hemos construido entornos urbanos para defendernos de la naturaleza, que constituía inicialmente nuestro peor enemigo. Tras ello, el propio hombre ha pasado de cooperador con sus congeneres a competidor y constituyendo un peligro para si mismo, y para la propia sociedad que lo sustenta; Peligro que ha pretendido conjurarse con la creación del Estado, quien a su vez, con sus acciones y omisiones puede constituirse en una nueva e inesperada fuente de peligros añadidos, cuando, por acción u omisión, con su mal funcionamiento no cumple eficazmente con las misiones para las que ha sido creado .
Y así llegamos al final de esta excursión dominguera, que espero haya resultado de interés.
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